La mandarina es una fruta de la época de frío que nos encanta. Y qué mejor época para comerlas que estos meses en los que el organismo precisa más de su riqueza en vitaminas antioxidantes.
Su grato dulzor, su escaso grado de acidez y la suavidad de su pulpa, hacen de este cítrico una de las frutas más populares. Además resultan tan fáciles de pelar y de comer que se han convertido en una de las frutas predilectas de los niños.
Los mandarinos, según la mitología cubrían la cordillera del Atlas y crecían en el jardín de las Hespérides. Sin embargo, su origen real se sitúa en Indochina y el sur de la China, donde las primeras referencias a su cultivo se remontan al siglo XII A.C.
Las propiedades de la mandarina
Como sus parientes cítricos, la naranja, el pomelo y el limón, su pulpa está formada por numerosas vesículas llenas de jugo rico en vitamina C, flavonoides, betacaroteno y aceites esenciales.
Aunque no es tan rica en vitamina C como la naranja, su aporte no deja de ser considerable y se acompaña de una mayor presencia de betacaroteno o provitamina A que en la naranja.
Un par de mandarinas cubren aproximadamente la mitad de las necesidades diarias de vitamina C y el 10% del betacaroteno o provitamina A.
Destaca su riqueza en ácido fólico: 100 g aportan el 40% del que se precisa al día. Los folatos intervienen en la producción de glóbulos rojos y blancos, la síntesis de material genético y la formación de anticuerpos. También contiene pequeñas dosis de B1, B2 y B6.
El mineral que más abunda en la mandarina es el potasio, necesario para la generación y transmisión de los impulsos nerviosos, la actividad muscular y el equilibrio hídrico de las células. También aporta calcio y magnesio y, en menor cantidad, hierro y cinc y fósforo.
La fibra de la mandarina –sobre todo pectina– ayuda a prevenir el estreñimiento, las enfermedades cardiovasculares y el cáncer de colon.
El ácido cítrico es el responsable de su agradable acidez. Esta sustancia ejerce un efecto desinfectante y potencia el de la vitamina C.
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